jueves, 20 de septiembre de 2018

Atención en emergencias por desastres naturales

Soy la víctima omitida.
El edificio se cimbró y no
vi pasar la vida ante
mis ojos, como sucede
en las películas.

Me dolió una parte del cuerpo
que no sabía que existía:
La piel de la memoria,
que no traía escenas
de mi vida, sino del
animal que oye crujir
a la materia. 

-Juan Villoro. Fragmento de "El puño en alto"



Las "mareñas" son mujeres ikoots asentadas en San Mateo del Mar del Istmo de Tehuantepec que hablan la lengua ombeayiiüds (sumamente difícil de hablar). Usan sus trajes todo el tiempo; venden pescado, camarones y un tipo de tortilla llamado comezcal. Todo lo que venden lo llevan en canastas que cargan en la cabeza. Cuando van caminando en medio de la verdísima vegetación con sus larguísimas faldas, pareciera que van flotando.

Antes de integrarme al Equipo de Emergencias para brindar acompañamiento psicológico a las personas afectadas por los terremotos de Septiembre, decidí ir por mi propia cuenta a Oaxaca. Al siguiente día del terremoto del 7 de Septiembre, hice mi maleta y viajé dispuesta a brindar no sólo apoyo psicológico, sino lo que se ofreciera. Me contacté con una persona que estaba conformando un pequeño equipo de voluntarios locales que estaban decididos a ir a los lugares más vulnerables a apoyar a su propia gente. 
Brindé atención psicológica a personas con pérdida total de bienes, así como a familiares de personas fallecidas en los terremotos de Septiembre/Juchitán,Oax., con apoyo de una traductora del zapoteco

A través de las redes sociales anuncié mi salida por primera vez a este extraordinario Estado de nuestro país, y comencé a recibir donaciones de personas que estaban conmovidas por lo que llegaban a saber a través de los medios de comunicación. Una de las cosas que escribí al trasladarme fue ésto:

Ayer, camino a Oaxaca, vi un ave de extraordinarias proporciones volando entre enormísimos cerros. Planeaba con tal majestuosidad que me hizo suspirar. Como mi visión no es muy buena, no puedo precisar si era un águila. "Los oaxaqueños deben sentir un orgullo inquebrantable por su pueblo", pensé al quedar asombrada con el hermoso paisaje que se desplegaba frente a mi. Al llegar con la familia que me acoge lo he ido constatando. 

Los testimonios de mi compañera durante su exploración inicial apuntan a que estamos en la fase heróica de ayuda, donde los nativos de las comunidades (que no ONG's ni otras instancias) y gente entusiasta como yo invierten gran energía en tratar de suplir necesidades básicas y se conmueven al atestiguar las acusadas carencias de los más vulnerables. Los manuales de emergencias de los titanes de la acción humanitaria indican que en algún punto llegaremos a la fase de luna de miel, luego a la de desilusión y luego la de reconstrucción. Como suele sucederme en la vida, capta mi atención la desilusión y la mantengo como un recordatorio de que lo que haré, definitivamente, no es salvar a la nación. También me sirve para estar atenta a la necesidad de nuestro pequeño equipo de regular su inversión de energía y de organizar espacios para compartir lo racional y lo afectivo. Por ahora, van surgiendo relatos, ideas y planes. 

Llegué a Oaxaca sin haberla conocido antes y quedé profundamente enamorada. Ya había tenido referencias sobre su majestuosidad, pero estar allí y vivirlo era otra cosa. Me preguntaba cómo es que un lugar tan especial podía estar tan severamente azotado por la pobreza y la indiferencia del gobierno y la sociedad mexicana en general.

El pequeño equipo que conformamos estaba muy bien organizado. Son artistas/artesanos oaxaqueños sensibles y conscientes de la necesidad de su pueblo y del valor de su tierra. Sus corazones estaban conectados al sufrimiento de sus hermanos y por eso decidieron tomar decisiones e iniciativas para llegar a donde pudieran, poniendo a prueba sus propias limitaciones.
Montamos un pequeño centro de acopio y durante días armamos cientos de despensas y evaluamos las diferentes posibilidades de entregarlas. Íbamos calibrando las dificultades para llegar a los más necesitados, surgían contingencias inesperadas que por momentos nos hacían pensar que no podríamos llegar a donde habíamos decidido ir: el Istmo de Tehuantepec, con las comunidades Ikoots, completamente devastadas y abandonadas por todo el mundo.

Las dificultades eran de todo tipo. Se rumoraba que en carretera robaban los víveres para luego ser almacenados en bodegas del gobierno, el cual después simularía estar ayudando a los damnificados con los impuestos que pagamos los ciudadanos (pero que en realidad, roban descaradamente). El acceso a los pueblos que pretendíamos llegar era peligroso o difícil: algunos caminos estaban intransitables, o los habitantes armaban revueltas y se tornaban violentos. Las diferencias políticas estaban a flor de piel, con su consecuente cuota de oposición a dar o recibir ayuda al prójimo. Fui testigo de la ira, el descontento y la desesperanza de muchos pueblos; del abandono y el olvido al que hemos condenado a quienes hemos decidido relegar como minorías. Las mujeres y los niños lloraban su soledad; los hombres desvanecían su fuerza y se tornaban impotentes e indignados ante la falta de congruencia de quienes los representaban como pueblos y ciudadanos.

Más adelante, cuando ya no sólo repartía víveres y me integré al equipo de emergencias, las personas me explicaban de qué iba su sufrimiento. Es verdad que presentaban insomnio, taquicardia, ataques de pánico, fobias y regresiones del desarrollo ante las constantes e interminables réplicas del enjambre sísmico que removía la tierra; los niños pequeños de dos y tres años comían sus uñas de desesperación, las mujeres dormían más horas de lo necesario para abstraerse y evadir el mundo. ¿Eran estas expresiones de enfermedades mentales? ¿Qué tipo de intervención nos correspondía realizar, con qué objetivos y para quiénes?

El sufrimiento mental derivado de estos desastres daba cuenta de verdaderas enfermedades cuya cura no se limita a acudir con un psicólogo, o con un médico: el tejido social de Oaxaca, y en general de nuestro país, está desgarrado. Padecemos la enfermedad de la pobreza extrema, de la falta de oportunidades, de la corrupción cínica y desproporcionada. 

La atención psicológica brindada era apenas una de tantas necesidades que presentaban las personas por haber sufrido la pérdida total de sus casas o la muerte de sus familiares entre los escombros. Nuestro equipo de trabajo realizaba actividades psicosociales de carácter grupal y atención psicológica individual, y nos faltaban manos, ojos y oídos para abarcar el grito de auxilio e impotencia de decenas de familias flageladas por este temblor, pero también por las injusticias e inequidades padecidas antes de cualquier desastre natural. Mujeres y hombres lloraban devastados frente a mí, poniendo en palabras síntomas físicos y pensamientos de miedo y angustia, pero también historias y heridas abiertas de severas injusticias que les han marcado.

Mi tarea de escucha iba más allá de la atomicidad de sus padecimientos. Frente a mí se sucedían los relatos de sujetos de la sociedad y de la historia que no podían desligarse de ella y convertirse en entidades simples a las que hubiera que medicar o "aconsejar" para que lidiaran con el postrauma. Era y sigue siendo necesaria una movilización profunda del individuo pero al mismo tiempo, de su comunidad.

Constaté a través de este trabajo humanitario la potencia de lo grupal-comunitario y en especial de la necesidad de hacer que los psicólogos tengan la capacidad de salir de sus consultorios y conectar con individuos y grupos de la comunidad. 

Existe la necesidad de que la escucha y mirada clínicas se nutran y construyan en el tiempo y lugar de quienes nos consultan, y sobre esto último, saber que no siempre se nos consultará: podremos acercarnos y hacernos accesibles, estando preparados y dispuestos a ayudar al otro a despertar su capacidad de resiliencia.


(Gracias Alejandra, Adriana, Edgar, Jude y muchas otras personas por hacerme parte de esta importante experiencia)



En nuestro centro de acopio improvisado
Preparándonos para llegar al Istmo. Gracias a la Universidad La Salle y a los Boys Scouts por ayudarnos





sábado, 1 de septiembre de 2018

Enrique: un caso no exitoso

En memoria de "Enrique" y de todos los que no han podido recibir ayuda como él.

Enrique es un caso clínico que no es caso, ni es Enrique. Decidí nombrarlo así para proteger su identidad.
Tuve contacto presencial con él sólo una vez. No fue mi paciente, ni de nadie más. 
Lo conocí en un concierto de música clásica en el palacio de Bellas Artes y entablamos una especie de relación que no fue propiamente amistad, pero que por alguna razón era relevante, al menos para mí. 
El concierto en el que nos conocimos fue de una orquesta de música antigua muy reconocida que yo había estado esperando por años a que se presentara en México y soñaba con poder saludar al director y, por qué no, tomarme una foto con él, así que al terminar el concierto, fui a buscarlo para pedirle un autógrafo.
Enrique también estaba allí, esperándolo pacientemente. Estaba de pié, expectante, sosteniéndose con la ayuda de un bastón. Parecía un tipo interesante. Me atreví a acercarme a preguntarle si ya había visto salir al director de su camerino, y cuando me di cuenta ya habíamos dado lugar a una breve conversación: en poco tiempo ya estábamos hablando de lo genial que sería conocer también a otros músicos importantes en el universo de la música del barroco y de cuántas horas viajamos para llegar al concierto. Advertí su acento diferente. Entre otras cosas, me contó que había comprado un clavecín pero que nunca había aprendido a tocarlo; en ese punto reconocí en seguida una conexión entre nosotros: la música. No cualquier música: la música del barroco. Hacía mucho tiempo que yo no estaba en contacto con alguien que conociera los mismos nombres de compositores, intérpretes y orquestas, así que me sentí realmente contenta de poder hablar con alguien un mismo idioma. (De hecho, todavía me pasa que descubro una nueva interpretación de algún concierto de Vivaldi o alguna fascinante interpretación de Pergolesi e irremediablemente pienso en Enrique).

Fue un maravilloso concierto justo aquí
Para conocer al director de la orquesta, Enrique llevaba en la mano solamente su programa del concierto. No llevaba bolígrafo para el autógrafo. Cuando por fin apareció el director, lo saludamos calurosamente. Sonreíamos. Le contamos de dónde venimos y le hablamos de nuestra admiración por su trabajo. El director tampoco tenía bolígrafo para dar autógrafos, pero yo llevaba mi cámara fotográfica, así que mejor optamos por tomarnos un par de fotos con él y con los demás músicos. De esta manera, me comprometí a mandarle a Enrique las fotos por correo y establecimos contacto tanto en ese medio como en facebook.

En esta red social descubrí que no nada más compartíamos peculiares gustos musicales, sino también intereses y opiniones sobre diversos temas. Particularmente nos gustaba la música de Bach. Sí, "Enrique el personaje de facebook" me resultaba alguien... familiar.

En mi práctica profesional me intereso especialmente por las personas cuyas necesidades resultan complejas o difíciles de comprender, así que de inmediato llamó mi atención "Enrique el personaje de facebook". Durante mucho tiempo puse atención a diferentes detalles de lo que representa de si mismo en esta red. Más adelante, escribió abiertamente sobre un diagnóstico de autismo que le fue dado hasta la adultez y luego fue vaciando con más frecuencia en ese espacio virtual descripciones sobre diversos padecimientos físicos y emocionales que lo hacían sufrir mucho durante tiempo prolongado. Supuse que gran parte de lo que expresaba allí no lo hablaba con otros en persona.

Me di a la tarea de escribirle por correo, ya no para el intercambio de fotos, sino para intentar saber un poco más de su vida. Me contó sobre su soledad y yo le compartí un poco de mi vida. Había puntos coincidentes, pero otros no lo eran en absoluto y esos eran los que captaban mi atención.
Fue avanzando el tiempo y fui viendo sus publicaciones sobre el agravamiento de sus malestares. Comenzó a hablar de enfermedades y sufrimientos corporales agudos. Me preocupé. Le escribí pidiéndole un mejor acceso a él para ayudarle, pero dijo que no quería ayuda de absolutamente nadie, a través de ningún medio. Fue una negativa radical e irrefutable. 


Luego vi que se murió. Cuando eso pasó, fui a mi análisis personal y lamenté profundamente durante muchas sesiones lo que sabía que le había pasado. Se me hacía un enorme hueco en el pecho al imaginarme las condiciones en las que vivió y falleció: completamente solo, sin familiares, amigos, pareja ni vecinos que le hubieran acompañado. Lo encontraron muerto en posición fetal en la cocina, después de varios días. Únicamente estaban con él sus gatos, a los que amaba y dedicaba su vida: eran su único contacto afectivo, su fuente de empatía y amor. Unos gatos, a los que les hablaba, pero que no le respondían en términos humanos. Y en facebook tampoco recibía las respuestas que necesitaba. Obtenía respuestas de humanos, pero no respuestas propiamente humanas.

A Enrique le resultaba particularmente molesto que le sugirieran qué hacer, aunque claramente sus publicaciones eran una llamada de auxilio. Se dedicaba a las ciencias, era egresado de un prestigioso doctorado con honores y trabajaba en una universidad y en un centro de investigación importante. Cualquier sugerencia que se le hiciera debía estar estrictamente fundada en el conocimiento científico y tenía la tendencia a automedicarse, ya que consideraba que los médicos eran estúpidos. Él tenía capacidad y medios para hacer medicamentos, él tenía el saber. Sin embargo, no terminaban sus sufrimientos, al parecer, con ninguno de los saberes que poseía.

Cuando supe de su muerte me invadieron la frustración, la tristeza, y la decepción. Entre las miles de sugerencias que le daban sus amigos de facebook para sus múltiples problemas había de todo: ir a tal o cual especialista, ir a determinada institución. Pero ninguna de las propuestas tuvo que ver con lo que realmente Arturo necesitaba: un contacto persona a persona. Un contacto real, en el orden de la transferencia de afectos, del intercambio de palabras, de la vivencia de una presencia que siente, escucha y observa.

Hay muchas más personas como Enrique, con múltiples diagnósticos o incluso con ninguno, y que mueren en condiciones parecidas. Estamos en la era de una modernidad solitaria y líquida. Ahora se sabe de más personas que quedan en el anonimato permanente y que nunca se convirtieron "en un caso", pero que vivieron cosas como para conformar uno.

Para la atención psicológica, especialmente la psicoterapia, las personas son primero entendidas como tal, y sólo para fines de estudio se integran sus dificultades como un caso. Si Enrique hubiera llegado a mi consultorio, le habría llamado Enrique y no "caso de autismo", y hubiera establecido un esquema de atención en el que su presencia en un espacio privado fuera constante: varias veces a la semana, muy probablemente en conjunto con un psiquiatra que proporcionara la medicación que necesitaba para llegar a un punto de estabilidad y poder hablar, hablar una y otra vez, las veces necesarias, sobre si mismo. Todo lo que Enrique publicaba en facebook habría sido dicho en voz alta y frente a mí, y él tendría un escenario de observación de mis reacciones, de escucha de mis comentarios. Estableceríamos una interacción mediada específicamente por las palabras y los gestos, una relación de trabajo terapéutico con todas sus consecuencias (desacuerdo, disgusto, admiración o devaluación hacia el terapeuta, demanda de atención, hostilidad). El discurso y el intercambio serían acerca de su mundo y de todas esas cosas que seguramente no le parecían comunicables a los demás, lo cual, por supuesto, sin un acuerdo de trabajo de por medio parecería una tarea imposible, porque resulta especialmente difícil para familiares y personas cercanas acompañar a alguien con afecciones psicológicas. La relación a través del lenguaje y la presencia son terapéuticas, por lo que constituyen un camino para la curación de padecimientos psicológicos. 

Vale la pena preguntarse qué pudimos haber hecho mejor por alguien como Enrique mucho antes de que estuviera cerca de fallecer. Cuando todavía resultaba ser un tipo insportable para sus compañeros de trabajo, cuando para sus profesores parecía un chico genial, pero con una personalidad complicada y poco tolerable. Cuando era un niño todavía y sus padres no entendían qué hacer con él, cuando era diferente a su hermana y a otros niños de su misma edad. Cuando empezó a decir que odiaba a todo el mundo, o que no le gustaba convivir con la gente, cuando manifestaba dificultades para dormir, o para tener una novia, o para tolerar los gustos de otras personas. Cuando lloraba desenfrenadamente porque se murió su gato, como si se le hubiera muerto un hijo, pero no le interesaban las personas con las que convivía, aunque le pidieran ayuda. Cuando perdía el apetito o se enfermaba sin causa aparente, o le invadía una tristeza que ni siquiera le permitía levantarse de la cama. Cuando, aunque de forma poco común, comunicaba, se comunicaba. Cuando estaba vivo.


Enrique fue un caso más de ignorancia e indiferencia ante los problemas del sufrimiento humano. Estaba físicamente enfermo pero, nuevamente quiero destacar, no estaba dividido en dos: su sufrimiento psíquico era correspondiente con su enfermedad física, de modo que también puede decirse que murió en y de soledad, o de odio, o de esas cosas que nos parece ridículo nombrar como tal, porque el pensamiento occidental todo lo cosifica y convierte en un producto comercial, y los afectos sólo son comerciales en la medida que dejen una ganancia.


Hoy traigo a colación a Enrique como un recordatorio de por qué vale la pena para mí dedicarme a la atención en salud mental a través de un trabajo muy personalizado y prácticamente artesanal para las personas que buscan ayuda. Un trabajo que implica tiempo, constancia, permanencia, esfuerzo, que es a la medida de quien lo busca y paga por él. También escribo sobre Enrique como una forma de mostrar que para los que estamos al rededor de una persona con un padecimiento psicológico es bastante difícil la mayoría de las veces tener una mínima idea de qué hacer por ella. Dependiendo de la cultura y país en que vivamos habrá diferentes caminos tanto para comprender "lo que le pasa" a la persona, como para hacer algo por ella, pero lo que constituye la base de toda ayuda es la interacción persona a persona. Si deseo ayudar a un amigo, familiar, conocido, es necesario un primer contacto de humano a humano. Por eso es que muchas personas antes de intentar suicidarse pueden llegar a comunicar sus intenciones y por eso un contacto telefónico con un profesional capacitado que escucha y devuelve puede evitar que la persona se quite la vida. Somos humanos por nuestra necesidad y capacidad de relacionarnos con los otros. "El hombre nunca ha existido enteramente por sí mismo, sin ningún apego a una comunidad de otros"

https://www.nytimes.com/es/2018/08/24/opinion-humanidad-innata-maquinas/