Soy la víctima omitida.
El edificio se cimbró y no
vi pasar la vida ante
mis ojos, como sucede
en las películas.
Me dolió una parte del cuerpo
que no sabía que existía:
La piel de la memoria,
que no traía escenas
de mi vida, sino del
animal que oye crujir
a la materia.
-Juan Villoro. Fragmento de "El puño en alto"
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Las "mareñas" son mujeres ikoots asentadas en San Mateo del Mar del Istmo de Tehuantepec que hablan la lengua ombeayiiüds (sumamente difícil de hablar). Usan sus trajes todo el tiempo; venden pescado, camarones y un tipo de tortilla llamado comezcal. Todo lo que venden lo llevan en canastas que cargan en la cabeza. Cuando van caminando en medio de la verdísima vegetación con sus larguísimas faldas, pareciera que van flotando.
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Antes de integrarme al Equipo de Emergencias para brindar acompañamiento psicológico a las personas afectadas por los terremotos de Septiembre, decidí ir por mi propia cuenta a Oaxaca. Al siguiente día del terremoto del 7 de Septiembre, hice mi maleta y viajé dispuesta a brindar no sólo apoyo psicológico, sino lo que se ofreciera. Me contacté con una persona que estaba conformando un pequeño equipo de voluntarios locales que estaban decididos a ir a los lugares más vulnerables a apoyar a su propia gente.
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Brindé atención psicológica a personas con pérdida total de bienes, así como a familiares de personas fallecidas en los terremotos de Septiembre/Juchitán,Oax., con apoyo de una traductora del zapoteco
A través de las redes sociales anuncié mi
salida por primera vez a este extraordinario Estado de nuestro país, y comencé
a recibir donaciones de personas que estaban conmovidas por lo que llegaban a
saber a través de los medios de comunicación. Una de las cosas que escribí al
trasladarme fue ésto:
Ayer, camino a Oaxaca, vi un ave de extraordinarias proporciones volando entre enormísimos cerros. Planeaba con tal majestuosidad que me hizo suspirar. Como mi visión no es muy buena, no puedo precisar si era un águila. "Los oaxaqueños deben sentir un orgullo inquebrantable por su pueblo", pensé al quedar asombrada con el hermoso paisaje que se desplegaba frente a mi. Al llegar con la familia que me acoge lo he ido constatando.
Los testimonios de mi compañera durante su exploración inicial apuntan a que estamos en la fase heróica de ayuda, donde los nativos de las comunidades (que no ONG's ni otras instancias) y gente entusiasta como yo invierten gran energía en tratar de suplir necesidades básicas y se conmueven al atestiguar las acusadas carencias de los más vulnerables. Los manuales de emergencias de los titanes de la acción humanitaria indican que en algún punto llegaremos a la fase de luna de miel, luego a la de desilusión y luego la de reconstrucción. Como suele sucederme en la vida, capta mi atención la desilusión y la mantengo como un recordatorio de que lo que haré, definitivamente, no es salvar a la nación. También me sirve para estar atenta a la necesidad de nuestro pequeño equipo de regular su inversión de energía y de organizar espacios para compartir lo racional y lo afectivo. Por ahora, van surgiendo relatos, ideas y planes.
Llegué a Oaxaca sin haberla conocido antes y
quedé profundamente enamorada. Ya había tenido referencias sobre su majestuosidad,
pero estar allí y vivirlo era otra cosa. Me preguntaba cómo es que un lugar tan
especial podía estar tan severamente azotado por la pobreza y la indiferencia del gobierno y la sociedad mexicana en general.
El pequeño equipo que conformamos estaba muy
bien organizado. Son artistas/artesanos oaxaqueños sensibles y conscientes de la
necesidad de su pueblo y del valor de su tierra. Sus corazones estaban conectados al sufrimiento de sus hermanos y
por eso decidieron tomar decisiones e iniciativas para llegar a donde pudieran,
poniendo a prueba sus propias limitaciones.
Montamos un pequeño centro de acopio y durante
días armamos cientos de despensas y evaluamos las diferentes posibilidades de
entregarlas. Íbamos calibrando las dificultades para llegar a los más
necesitados, surgían contingencias inesperadas que por momentos nos hacían
pensar que no podríamos llegar a donde habíamos decidido ir: el Istmo de
Tehuantepec, con las comunidades Ikoots, completamente devastadas y abandonadas
por todo el mundo.
Las dificultades eran de todo tipo. Se rumoraba
que en carretera robaban los víveres para luego ser almacenados en bodegas del
gobierno, el cual después simularía estar ayudando a los damnificados con los impuestos que
pagamos los ciudadanos (pero que en realidad, roban descaradamente). El acceso a los pueblos que pretendíamos llegar era peligroso
o difícil: algunos caminos estaban intransitables, o los habitantes armaban
revueltas y se tornaban violentos. Las diferencias políticas estaban a flor de
piel, con su consecuente cuota de oposición a dar o recibir ayuda al prójimo.
Fui testigo de la ira, el descontento y la desesperanza de muchos pueblos; del
abandono y el olvido al que hemos condenado a quienes hemos decidido relegar
como minorías. Las mujeres y los niños lloraban su soledad; los hombres
desvanecían su fuerza y se tornaban impotentes e indignados ante la falta de
congruencia de quienes los representaban como pueblos y ciudadanos.
Más adelante, cuando ya no sólo repartía
víveres y me integré al equipo de emergencias, las personas me explicaban de
qué iba su sufrimiento. Es verdad que presentaban insomnio, taquicardia,
ataques de pánico, fobias y regresiones del desarrollo ante las constantes e
interminables réplicas del enjambre sísmico que removía la tierra; los niños
pequeños de dos y tres años comían sus uñas de desesperación, las mujeres
dormían más horas de lo necesario para abstraerse y evadir el mundo. ¿Eran
estas expresiones de enfermedades mentales? ¿Qué tipo de intervención nos
correspondía realizar, con qué objetivos y para quiénes?
El sufrimiento mental derivado de estos
desastres daba cuenta de verdaderas enfermedades cuya cura no se limita a
acudir con un psicólogo, o con un médico: el
tejido social de Oaxaca, y en general de nuestro país, está desgarrado.
Padecemos la enfermedad de la pobreza extrema, de la falta de oportunidades, de
la corrupción cínica y desproporcionada.
La atención psicológica brindada era apenas una
de tantas necesidades que presentaban las personas por haber sufrido la pérdida
total de sus casas o la muerte de sus familiares entre los escombros. Nuestro
equipo de trabajo realizaba actividades
psicosociales de carácter grupal y atención psicológica individual, y nos
faltaban manos, ojos y oídos para abarcar el grito de auxilio e impotencia de
decenas de familias flageladas por este temblor, pero también por las
injusticias e inequidades padecidas antes de cualquier desastre natural.
Mujeres y hombres lloraban devastados frente a mí, poniendo en palabras
síntomas físicos y pensamientos de miedo y angustia, pero también historias y
heridas abiertas de severas injusticias que les han marcado.
Mi tarea de escucha iba más allá de la
atomicidad de sus padecimientos. Frente a mí se sucedían los relatos de sujetos
de la sociedad y de la historia que no podían desligarse de ella y convertirse
en entidades simples a las que hubiera que medicar o "aconsejar" para
que lidiaran con el postrauma. Era
y sigue siendo necesaria una movilización profunda del individuo pero al mismo tiempo, de su
comunidad.
Constaté a través de este trabajo humanitario
la potencia de lo grupal-comunitario y en especial de la necesidad de hacer que los psicólogos tengan la
capacidad de salir de sus consultorios y conectar con individuos y grupos de la
comunidad.
Existe la necesidad de que la escucha y mirada clínicas se nutran
y construyan en el tiempo y lugar de quienes nos consultan, y sobre esto
último, saber que no siempre se nos consultará: podremos acercarnos y hacernos
accesibles, estando preparados y dispuestos a ayudar al otro a despertar su
capacidad de resiliencia.
(Gracias Alejandra, Adriana, Edgar, Jude y
muchas otras personas por hacerme parte de esta importante experiencia)
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En nuestro centro de acopio improvisado
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Preparándonos para llegar al Istmo. Gracias a la Universidad La Salle y a los Boys Scouts por ayudarnos
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