jueves, 20 de septiembre de 2018

Atención en emergencias por desastres naturales

Soy la víctima omitida.
El edificio se cimbró y no
vi pasar la vida ante
mis ojos, como sucede
en las películas.

Me dolió una parte del cuerpo
que no sabía que existía:
La piel de la memoria,
que no traía escenas
de mi vida, sino del
animal que oye crujir
a la materia. 

-Juan Villoro. Fragmento de "El puño en alto"



Las "mareñas" son mujeres ikoots asentadas en San Mateo del Mar del Istmo de Tehuantepec que hablan la lengua ombeayiiüds (sumamente difícil de hablar). Usan sus trajes todo el tiempo; venden pescado, camarones y un tipo de tortilla llamado comezcal. Todo lo que venden lo llevan en canastas que cargan en la cabeza. Cuando van caminando en medio de la verdísima vegetación con sus larguísimas faldas, pareciera que van flotando.

Antes de integrarme al Equipo de Emergencias para brindar acompañamiento psicológico a las personas afectadas por los terremotos de Septiembre, decidí ir por mi propia cuenta a Oaxaca. Al siguiente día del terremoto del 7 de Septiembre, hice mi maleta y viajé dispuesta a brindar no sólo apoyo psicológico, sino lo que se ofreciera. Me contacté con una persona que estaba conformando un pequeño equipo de voluntarios locales que estaban decididos a ir a los lugares más vulnerables a apoyar a su propia gente. 
Brindé atención psicológica a personas con pérdida total de bienes, así como a familiares de personas fallecidas en los terremotos de Septiembre/Juchitán,Oax., con apoyo de una traductora del zapoteco

A través de las redes sociales anuncié mi salida por primera vez a este extraordinario Estado de nuestro país, y comencé a recibir donaciones de personas que estaban conmovidas por lo que llegaban a saber a través de los medios de comunicación. Una de las cosas que escribí al trasladarme fue ésto:

Ayer, camino a Oaxaca, vi un ave de extraordinarias proporciones volando entre enormísimos cerros. Planeaba con tal majestuosidad que me hizo suspirar. Como mi visión no es muy buena, no puedo precisar si era un águila. "Los oaxaqueños deben sentir un orgullo inquebrantable por su pueblo", pensé al quedar asombrada con el hermoso paisaje que se desplegaba frente a mi. Al llegar con la familia que me acoge lo he ido constatando. 

Los testimonios de mi compañera durante su exploración inicial apuntan a que estamos en la fase heróica de ayuda, donde los nativos de las comunidades (que no ONG's ni otras instancias) y gente entusiasta como yo invierten gran energía en tratar de suplir necesidades básicas y se conmueven al atestiguar las acusadas carencias de los más vulnerables. Los manuales de emergencias de los titanes de la acción humanitaria indican que en algún punto llegaremos a la fase de luna de miel, luego a la de desilusión y luego la de reconstrucción. Como suele sucederme en la vida, capta mi atención la desilusión y la mantengo como un recordatorio de que lo que haré, definitivamente, no es salvar a la nación. También me sirve para estar atenta a la necesidad de nuestro pequeño equipo de regular su inversión de energía y de organizar espacios para compartir lo racional y lo afectivo. Por ahora, van surgiendo relatos, ideas y planes. 

Llegué a Oaxaca sin haberla conocido antes y quedé profundamente enamorada. Ya había tenido referencias sobre su majestuosidad, pero estar allí y vivirlo era otra cosa. Me preguntaba cómo es que un lugar tan especial podía estar tan severamente azotado por la pobreza y la indiferencia del gobierno y la sociedad mexicana en general.

El pequeño equipo que conformamos estaba muy bien organizado. Son artistas/artesanos oaxaqueños sensibles y conscientes de la necesidad de su pueblo y del valor de su tierra. Sus corazones estaban conectados al sufrimiento de sus hermanos y por eso decidieron tomar decisiones e iniciativas para llegar a donde pudieran, poniendo a prueba sus propias limitaciones.
Montamos un pequeño centro de acopio y durante días armamos cientos de despensas y evaluamos las diferentes posibilidades de entregarlas. Íbamos calibrando las dificultades para llegar a los más necesitados, surgían contingencias inesperadas que por momentos nos hacían pensar que no podríamos llegar a donde habíamos decidido ir: el Istmo de Tehuantepec, con las comunidades Ikoots, completamente devastadas y abandonadas por todo el mundo.

Las dificultades eran de todo tipo. Se rumoraba que en carretera robaban los víveres para luego ser almacenados en bodegas del gobierno, el cual después simularía estar ayudando a los damnificados con los impuestos que pagamos los ciudadanos (pero que en realidad, roban descaradamente). El acceso a los pueblos que pretendíamos llegar era peligroso o difícil: algunos caminos estaban intransitables, o los habitantes armaban revueltas y se tornaban violentos. Las diferencias políticas estaban a flor de piel, con su consecuente cuota de oposición a dar o recibir ayuda al prójimo. Fui testigo de la ira, el descontento y la desesperanza de muchos pueblos; del abandono y el olvido al que hemos condenado a quienes hemos decidido relegar como minorías. Las mujeres y los niños lloraban su soledad; los hombres desvanecían su fuerza y se tornaban impotentes e indignados ante la falta de congruencia de quienes los representaban como pueblos y ciudadanos.

Más adelante, cuando ya no sólo repartía víveres y me integré al equipo de emergencias, las personas me explicaban de qué iba su sufrimiento. Es verdad que presentaban insomnio, taquicardia, ataques de pánico, fobias y regresiones del desarrollo ante las constantes e interminables réplicas del enjambre sísmico que removía la tierra; los niños pequeños de dos y tres años comían sus uñas de desesperación, las mujeres dormían más horas de lo necesario para abstraerse y evadir el mundo. ¿Eran estas expresiones de enfermedades mentales? ¿Qué tipo de intervención nos correspondía realizar, con qué objetivos y para quiénes?

El sufrimiento mental derivado de estos desastres daba cuenta de verdaderas enfermedades cuya cura no se limita a acudir con un psicólogo, o con un médico: el tejido social de Oaxaca, y en general de nuestro país, está desgarrado. Padecemos la enfermedad de la pobreza extrema, de la falta de oportunidades, de la corrupción cínica y desproporcionada. 

La atención psicológica brindada era apenas una de tantas necesidades que presentaban las personas por haber sufrido la pérdida total de sus casas o la muerte de sus familiares entre los escombros. Nuestro equipo de trabajo realizaba actividades psicosociales de carácter grupal y atención psicológica individual, y nos faltaban manos, ojos y oídos para abarcar el grito de auxilio e impotencia de decenas de familias flageladas por este temblor, pero también por las injusticias e inequidades padecidas antes de cualquier desastre natural. Mujeres y hombres lloraban devastados frente a mí, poniendo en palabras síntomas físicos y pensamientos de miedo y angustia, pero también historias y heridas abiertas de severas injusticias que les han marcado.

Mi tarea de escucha iba más allá de la atomicidad de sus padecimientos. Frente a mí se sucedían los relatos de sujetos de la sociedad y de la historia que no podían desligarse de ella y convertirse en entidades simples a las que hubiera que medicar o "aconsejar" para que lidiaran con el postrauma. Era y sigue siendo necesaria una movilización profunda del individuo pero al mismo tiempo, de su comunidad.

Constaté a través de este trabajo humanitario la potencia de lo grupal-comunitario y en especial de la necesidad de hacer que los psicólogos tengan la capacidad de salir de sus consultorios y conectar con individuos y grupos de la comunidad. 

Existe la necesidad de que la escucha y mirada clínicas se nutran y construyan en el tiempo y lugar de quienes nos consultan, y sobre esto último, saber que no siempre se nos consultará: podremos acercarnos y hacernos accesibles, estando preparados y dispuestos a ayudar al otro a despertar su capacidad de resiliencia.


(Gracias Alejandra, Adriana, Edgar, Jude y muchas otras personas por hacerme parte de esta importante experiencia)



En nuestro centro de acopio improvisado
Preparándonos para llegar al Istmo. Gracias a la Universidad La Salle y a los Boys Scouts por ayudarnos





sábado, 1 de septiembre de 2018

Enrique: un caso no exitoso

En memoria de "Enrique" y de todos los que no han podido recibir ayuda como él.

Enrique es un caso clínico que no es caso, ni es Enrique. Decidí nombrarlo así para proteger su identidad.
Tuve contacto presencial con él sólo una vez. No fue mi paciente, ni de nadie más. 
Lo conocí en un concierto de música clásica en el palacio de Bellas Artes y entablamos una especie de relación que no fue propiamente amistad, pero que por alguna razón era relevante, al menos para mí. 
El concierto en el que nos conocimos fue de una orquesta de música antigua muy reconocida que yo había estado esperando por años a que se presentara en México y soñaba con poder saludar al director y, por qué no, tomarme una foto con él, así que al terminar el concierto, fui a buscarlo para pedirle un autógrafo.
Enrique también estaba allí, esperándolo pacientemente. Estaba de pié, expectante, sosteniéndose con la ayuda de un bastón. Parecía un tipo interesante. Me atreví a acercarme a preguntarle si ya había visto salir al director de su camerino, y cuando me di cuenta ya habíamos dado lugar a una breve conversación: en poco tiempo ya estábamos hablando de lo genial que sería conocer también a otros músicos importantes en el universo de la música del barroco y de cuántas horas viajamos para llegar al concierto. Advertí su acento diferente. Entre otras cosas, me contó que había comprado un clavecín pero que nunca había aprendido a tocarlo; en ese punto reconocí en seguida una conexión entre nosotros: la música. No cualquier música: la música del barroco. Hacía mucho tiempo que yo no estaba en contacto con alguien que conociera los mismos nombres de compositores, intérpretes y orquestas, así que me sentí realmente contenta de poder hablar con alguien un mismo idioma. (De hecho, todavía me pasa que descubro una nueva interpretación de algún concierto de Vivaldi o alguna fascinante interpretación de Pergolesi e irremediablemente pienso en Enrique).

Fue un maravilloso concierto justo aquí
Para conocer al director de la orquesta, Enrique llevaba en la mano solamente su programa del concierto. No llevaba bolígrafo para el autógrafo. Cuando por fin apareció el director, lo saludamos calurosamente. Sonreíamos. Le contamos de dónde venimos y le hablamos de nuestra admiración por su trabajo. El director tampoco tenía bolígrafo para dar autógrafos, pero yo llevaba mi cámara fotográfica, así que mejor optamos por tomarnos un par de fotos con él y con los demás músicos. De esta manera, me comprometí a mandarle a Enrique las fotos por correo y establecimos contacto tanto en ese medio como en facebook.

En esta red social descubrí que no nada más compartíamos peculiares gustos musicales, sino también intereses y opiniones sobre diversos temas. Particularmente nos gustaba la música de Bach. Sí, "Enrique el personaje de facebook" me resultaba alguien... familiar.

En mi práctica profesional me intereso especialmente por las personas cuyas necesidades resultan complejas o difíciles de comprender, así que de inmediato llamó mi atención "Enrique el personaje de facebook". Durante mucho tiempo puse atención a diferentes detalles de lo que representa de si mismo en esta red. Más adelante, escribió abiertamente sobre un diagnóstico de autismo que le fue dado hasta la adultez y luego fue vaciando con más frecuencia en ese espacio virtual descripciones sobre diversos padecimientos físicos y emocionales que lo hacían sufrir mucho durante tiempo prolongado. Supuse que gran parte de lo que expresaba allí no lo hablaba con otros en persona.

Me di a la tarea de escribirle por correo, ya no para el intercambio de fotos, sino para intentar saber un poco más de su vida. Me contó sobre su soledad y yo le compartí un poco de mi vida. Había puntos coincidentes, pero otros no lo eran en absoluto y esos eran los que captaban mi atención.
Fue avanzando el tiempo y fui viendo sus publicaciones sobre el agravamiento de sus malestares. Comenzó a hablar de enfermedades y sufrimientos corporales agudos. Me preocupé. Le escribí pidiéndole un mejor acceso a él para ayudarle, pero dijo que no quería ayuda de absolutamente nadie, a través de ningún medio. Fue una negativa radical e irrefutable. 


Luego vi que se murió. Cuando eso pasó, fui a mi análisis personal y lamenté profundamente durante muchas sesiones lo que sabía que le había pasado. Se me hacía un enorme hueco en el pecho al imaginarme las condiciones en las que vivió y falleció: completamente solo, sin familiares, amigos, pareja ni vecinos que le hubieran acompañado. Lo encontraron muerto en posición fetal en la cocina, después de varios días. Únicamente estaban con él sus gatos, a los que amaba y dedicaba su vida: eran su único contacto afectivo, su fuente de empatía y amor. Unos gatos, a los que les hablaba, pero que no le respondían en términos humanos. Y en facebook tampoco recibía las respuestas que necesitaba. Obtenía respuestas de humanos, pero no respuestas propiamente humanas.

A Enrique le resultaba particularmente molesto que le sugirieran qué hacer, aunque claramente sus publicaciones eran una llamada de auxilio. Se dedicaba a las ciencias, era egresado de un prestigioso doctorado con honores y trabajaba en una universidad y en un centro de investigación importante. Cualquier sugerencia que se le hiciera debía estar estrictamente fundada en el conocimiento científico y tenía la tendencia a automedicarse, ya que consideraba que los médicos eran estúpidos. Él tenía capacidad y medios para hacer medicamentos, él tenía el saber. Sin embargo, no terminaban sus sufrimientos, al parecer, con ninguno de los saberes que poseía.

Cuando supe de su muerte me invadieron la frustración, la tristeza, y la decepción. Entre las miles de sugerencias que le daban sus amigos de facebook para sus múltiples problemas había de todo: ir a tal o cual especialista, ir a determinada institución. Pero ninguna de las propuestas tuvo que ver con lo que realmente Arturo necesitaba: un contacto persona a persona. Un contacto real, en el orden de la transferencia de afectos, del intercambio de palabras, de la vivencia de una presencia que siente, escucha y observa.

Hay muchas más personas como Enrique, con múltiples diagnósticos o incluso con ninguno, y que mueren en condiciones parecidas. Estamos en la era de una modernidad solitaria y líquida. Ahora se sabe de más personas que quedan en el anonimato permanente y que nunca se convirtieron "en un caso", pero que vivieron cosas como para conformar uno.

Para la atención psicológica, especialmente la psicoterapia, las personas son primero entendidas como tal, y sólo para fines de estudio se integran sus dificultades como un caso. Si Enrique hubiera llegado a mi consultorio, le habría llamado Enrique y no "caso de autismo", y hubiera establecido un esquema de atención en el que su presencia en un espacio privado fuera constante: varias veces a la semana, muy probablemente en conjunto con un psiquiatra que proporcionara la medicación que necesitaba para llegar a un punto de estabilidad y poder hablar, hablar una y otra vez, las veces necesarias, sobre si mismo. Todo lo que Enrique publicaba en facebook habría sido dicho en voz alta y frente a mí, y él tendría un escenario de observación de mis reacciones, de escucha de mis comentarios. Estableceríamos una interacción mediada específicamente por las palabras y los gestos, una relación de trabajo terapéutico con todas sus consecuencias (desacuerdo, disgusto, admiración o devaluación hacia el terapeuta, demanda de atención, hostilidad). El discurso y el intercambio serían acerca de su mundo y de todas esas cosas que seguramente no le parecían comunicables a los demás, lo cual, por supuesto, sin un acuerdo de trabajo de por medio parecería una tarea imposible, porque resulta especialmente difícil para familiares y personas cercanas acompañar a alguien con afecciones psicológicas. La relación a través del lenguaje y la presencia son terapéuticas, por lo que constituyen un camino para la curación de padecimientos psicológicos. 

Vale la pena preguntarse qué pudimos haber hecho mejor por alguien como Enrique mucho antes de que estuviera cerca de fallecer. Cuando todavía resultaba ser un tipo insportable para sus compañeros de trabajo, cuando para sus profesores parecía un chico genial, pero con una personalidad complicada y poco tolerable. Cuando era un niño todavía y sus padres no entendían qué hacer con él, cuando era diferente a su hermana y a otros niños de su misma edad. Cuando empezó a decir que odiaba a todo el mundo, o que no le gustaba convivir con la gente, cuando manifestaba dificultades para dormir, o para tener una novia, o para tolerar los gustos de otras personas. Cuando lloraba desenfrenadamente porque se murió su gato, como si se le hubiera muerto un hijo, pero no le interesaban las personas con las que convivía, aunque le pidieran ayuda. Cuando perdía el apetito o se enfermaba sin causa aparente, o le invadía una tristeza que ni siquiera le permitía levantarse de la cama. Cuando, aunque de forma poco común, comunicaba, se comunicaba. Cuando estaba vivo.


Enrique fue un caso más de ignorancia e indiferencia ante los problemas del sufrimiento humano. Estaba físicamente enfermo pero, nuevamente quiero destacar, no estaba dividido en dos: su sufrimiento psíquico era correspondiente con su enfermedad física, de modo que también puede decirse que murió en y de soledad, o de odio, o de esas cosas que nos parece ridículo nombrar como tal, porque el pensamiento occidental todo lo cosifica y convierte en un producto comercial, y los afectos sólo son comerciales en la medida que dejen una ganancia.


Hoy traigo a colación a Enrique como un recordatorio de por qué vale la pena para mí dedicarme a la atención en salud mental a través de un trabajo muy personalizado y prácticamente artesanal para las personas que buscan ayuda. Un trabajo que implica tiempo, constancia, permanencia, esfuerzo, que es a la medida de quien lo busca y paga por él. También escribo sobre Enrique como una forma de mostrar que para los que estamos al rededor de una persona con un padecimiento psicológico es bastante difícil la mayoría de las veces tener una mínima idea de qué hacer por ella. Dependiendo de la cultura y país en que vivamos habrá diferentes caminos tanto para comprender "lo que le pasa" a la persona, como para hacer algo por ella, pero lo que constituye la base de toda ayuda es la interacción persona a persona. Si deseo ayudar a un amigo, familiar, conocido, es necesario un primer contacto de humano a humano. Por eso es que muchas personas antes de intentar suicidarse pueden llegar a comunicar sus intenciones y por eso un contacto telefónico con un profesional capacitado que escucha y devuelve puede evitar que la persona se quite la vida. Somos humanos por nuestra necesidad y capacidad de relacionarnos con los otros. "El hombre nunca ha existido enteramente por sí mismo, sin ningún apego a una comunidad de otros"

https://www.nytimes.com/es/2018/08/24/opinion-humanidad-innata-maquinas/



domingo, 29 de julio de 2018

Aliviar el sufrimiento o... ¡cambiar!


Una de las primeras observaciones que recibí al comenzar mi camino en el estudio de las llamadas enfermedades mentales, la psicopatología, los trastornos graves, fue sobre la manera de nombrar a los pacientes que las padecen: "no se le dice esquizofrénico, se le dice persona con esquizofrenia, del mismo modo que a las personas con diabetes no hay que llamarlas diabéticas". Cuando pregunté por la diferencia entre llamarles de una u otra forma, me explicaron que hay que concebir a la enfermedad como algo que forma parte de uno, pero que no es uno mismo, que no es la totalidad del ser, que no define la entera existencia de la persona que la padece. No se puede decir que Miguel es lo mismo que esquizofrenia: Miguel es la persona, la esquizofrenia es la enfermedad. 
Al establecer mis primeros contactos con las psicosis, quise indagar cómo los pacientes nombraban su padecer. Algunos reproducían las explicaciones que psiquiatras y psicólogos conductuales les habían dicho: es una enfermedad incurable que se mantiene a raya si me tomo el medicamento; mi enfermedad consiste en que veo cosas que no existen y digo cosas que no son ciertas; es un error de mi cerebro, mi cerebro es como una computadora que se descompuso y falla.
Esta soy yo en el techo del hospital psiquiátrico en el que trabajé. Disfruté enormemente la experiencia con estos pacientes.

Los llamados pacientes crónicos, con más de 5 años con el padecimiento y con muchas recaídas a lo largo de sus múltiples tratamientos, son los que brindan estas explicaciones, con la mirada vacía y hablando como autómatas, diciendo algo que han aprendido a decir, pero que no cuenta nada de su concepción o comprensión personal, en sus términos, sobre su propio padecer. Sí, este era el paciente X con una esquizofrenia tremenda, pero el centro de la intervención para él ha sido controlar a esa entidad fastidiosa e incomprensible, extirparle o exorcisarle las alucinaciones táctiles, sin apelar al conocimiento que él mismo tiene sobre lo que lo enferma.
¿Es que uno puede saber por qué le pasa lo que le pasa? Desde luego que sí.
Otros pacientes en el núcleo de un brote psicótico, es decir, con alucinaciones auditivas o visuales, con ideas delirantes, con una grave desorientación sobre el tiempo o el espacio en que se encuentran, describen lo que les pasa en términos de un sufrimiento cruel e insoportable:
"mi estómago es una olla hirviendo de gusanos, estoy por dentro llena de gusanos"
"estoy en un lugar que me llena de miedo porque no es ni la vida ni la muerte, estoy en la nada, en el vacío"
"mis pensamientos se escapan de mí como unos hilos blancos y gruesos; luego se enrollan en mi cuello para ahorcarme"
 "aquélla virgen que está en el cerro me mira con odio y va a matarme"

Estos errores del cerebro, estas visiones que no existen, este lenguaje incomprensible que no dice nada verídico, son manifestaciones extremas del cuerpo. En efecto, el cuerpo enferma, en efecto el cerebro padece descompensaciones severas de determinados neurotransmisores, realmente los órganos y sistemas funcionan mal. Pero una de las tantas preguntas clave que desde la orientación psicoanalítica se plantea un psicoterapeuta frente al paciente es: ¿a qué responde este sufrimiento evidentemente sensorial, corporal? Es decir, ¿cuál es su génesis, cómo ha surgido, cuál es su historia? ¿Cómo se descifra el código de este lenguaje incoherente-incongruente, qué función está cumpliendo, qué anuncia, qué intenta comunicar al paciente mismo y a quienes forman parte de su vida?
Como una fiebre que se detona del combate de un sistema inmunológico contra una infección, así el delirio y las perturbaciones sensoriales graves dan cuenta de la batalla que el aparato psíquico y el cuerpo libran ante algo potencialmente dañino y desestructurante. Desestructurante y fatal en el orden de nuestra comprensión del mundo. Insoportable de comprender, de aceptar, de nombrar. Difícil de explicárselo a los demás, y también difícil no recibir juicios sobre ciertas angustias, miedos, preocupaciones o enojos que nos perturban gravemente. 
El cuerpo es nuestro límite, nuestro tope con la realidad. Pensamos que no hay sufrimiento más innegable y real que el del cuerpo: acudimos de inmediato al doctor cuando es palpable un dolor en los límites de nuestro cuerpo. Además, separamos el sufrimiento psíquico del corporal, como si efectivamente estuviéramos divididos... pero no hay sufrimiento psíquico que no tenga una manifestación corporal a cualquier plazo: corto, mediano o largo. No hay padecer psicológico que no sea al mismo tiempo un malestar de la persona total.
No poder vivir, no estar en paz, no poder amar o ser amado, no poder relacionarse, no entender nuestra historia, no saber hacia dónde ir, no poder convivir con los otros, son sufrimientos genuinos que a la larga se asientan en nuestros cuerpos de formas que muchas veces no podemos explicar. Y se asientan también en nuestra manera de ser con nosotros y con los que nos rodean, en nuestro funcionamiento dentro de nuestros sistemas inmediatos: el hogar, el trabajo, los lugares de convivencia. No poder rastrear lo que nos hace sufrir nos puede llevar a buscar fórmulas limitadas, paliativas, nos lleva a asumirnos como desahuciados, de manera que llegamos a estar aparentemente conformes con nuestras limitaciones.
Si no es el caso que esté conforme con lo que vivo, hay una voluntad de cambio y no sólo de alivio al sufrimiento.
Cuando un consultante se acerca por primera vez a una psicoterapia efectivamente desea alivio, respuestas y alternativas. Pero cuando se asume como paciente y es llamado una y otra vez a trabajar en la fiebre de su inquietud o malestar, se irá encontrando con fuentes más profundas y con un mayor sentido sobre lo que le pasa. Del sentido y del descubrimiento se deriva la necesidad de cambio.
En mi experiencia, puedo decir que no se puede llamar trabajo psicoterapéutico si no se alcanzan puntos de cambio en la vida de la persona que se atiende con un profesional. Si sólo hay una repetición pero no una movilización, quizá haya alivio, pero no una curación efectiva. ¿Curación de qué? ¿Acaso una separación afectiva o la dificultad de convivir son enfermedades? Algunas veces son síntomas de una, otras no precisamente, pero en todo caso son motivo de malestar o sufrimiento, y así como uno se ve motivado a buscar alivio para el cuerpo cuando enferma, así se puede buscar alivio y curación para el sufrimiento psíquico.






sábado, 23 de junio de 2018

La causa inteligible


"Todos conocemos en nuestra memoria esos recuerdos aislados, vívidos —vívidos hasta la sensación auditiva o táctil[...]; recuerdos sin contexto que están allí, como impregnados en la memoria.
¿Por qué han permanecido allí, entre tantos otros olvidados? ¿Qué significan? ¿Tienen acaso una significación? ¿Múltiples significaciones? En todo caso, es cierto que esos recuerdos sostienen una multiplicidad de relaciones, y el psicoanálisis se ocupa de ellos..."
Jean Laplanche. El psicoanálisis: ¿Historia o Arqueología?


Varios lugares del país fueron terriblemente afectados por el terremoto de Septiembre de 2017. Yo formaba parte de una brigada de atención psicológica y social en un lugar donde muchos sus habitantes habían perdido sus casas y debían dormir en albergues improvisados.
Escuelas, iglesias y espacios físicos estaban destruidos o, en el mejor de los casos, seriamente fracturados. No temblaba más y, sin embargo, no había tranquilidad o certidumbre alguna de estar a salvo.

Decenas de habitantes acudieron a consulta psicológica, la mayoría de ellos sin saber qué obtendrían de ella. Habían visto en los programas de televisión que ir al ver al psicólogo es una opción cada vez más disponible, pero no terminaba de quedar claro cuándo o para qué acudir a un servicio de este tipo.
Acudieron mujeres, hombres, población infantil, ancianos, ricos, pobres, no tan ricos y no tan pobres;  cada colectivo tenía diferentes expectativas y necesidades.
Las personas se acercaban al consultorio y se asomaban para ver qué podía ofrecer yo. Observaban el mobiliario, el anuncio de "no interrumpir", una mesa y una caja de keenex sobre ella. Se animaban a pasar.

Cerrábamos la puerta y:

"Vengo porque necesito hablar de cosas que me están pasando y que no quiero decirle a mis amigos o mi familia."
"Son cosas sin importancia, o bueno, eso creo yo, pero que están ahí dándome vueltas en la cabeza."
"Ahorita, por ejemplo, están demoliendo mi escuela, donde he trabajado desde hace más de 20 años. No es mi casa, pero me duele que tumben mi escuela. Siento como si por dentro me estuvieran demoliendo a mi también."
"Me pasan cosas por dentro desde hace mucho tiempo, pero sigo con la vida y se me olvidan.Pero cuando pasan estas cosas, como lo de los temblores, se siente otra vez lo mismo, o peor."
"Se oye cómo caen los pedazos de concreto y pienso qué pasaría si un día me derrumbo yo también."
"Soy fuerte, de carácter fuerte, trabajador/a."
"Soy el pilar de toda mi familia, y todos saben que cualquier cosa que pase aquí estoy."
"En mi trabajo saben todo lo que puedo hacer y dar."
"Por muy poco y no me salvo. Apenas y pude salir del lugar que se derrumbaba"
"A final de cuentas estoy con vida y me dicen que piense en eso para que se me pase lo que siento, pero no es suficiente..."

La necesidad de escucha y acompañamiento profesional en salud mental era tan apremiante como la de víveres, material para reconstrucción o medicamentos. Las herramientas clínicas de un trabajador de la salud mental eran necesarias porque las personas vivían angustia, intranquilidad, incertidumbre o un enojo intolerable. Ocurre que la vida afectiva de las personas está en una constante relación con las fortunas o los embates de la realidad y sus efectos no pueden evadirse: a lo mucho, se puede intentar olvidarlos, pero continúan permaneciendo allí, como explica Laplanche. Cada vivencia queda asentada en la estructura que nos hace ser Alejandra, o Liliana, o César, o Carlos; cada acontecimiento es metabolizado a la estructura de lo que yo soy. Y como cuando por una diabetes la glucosa no es adecuadamente metabolizada por mi organismo, así las insatisfacciones afectivas pueden convertirse en un malestar de mi vida anímica:  
“Si consideramos la actividad de representación como la tarea común a los procesos psíquicos, se dirá que su meta es metabolizar un elemento de naturaleza heterogénea convirtiéndolo en un elemento homogéneo a la estructura de cada sistema.” Piera Aulagnier. La violencia de la interpretación.

Todo existente tiene una causa inteligible que el discurso podrá conocer (Aulagnier)

En la psicoterapia, las operaciones clínicas tienen resultados concretos y el profesional formado y supervisado ha desarrollado una habilidad técnica. Un psicoterapeuta que opera desde la herramienta del psicoanálisis no restará valor a la expresión “siento como si por dentro me estuvieran demoliendo a mí también”, porque revela la singular significación de un evento crítico que vulnera la integridad de la persona. Tampoco desestimará las reacciones del cuerpo de quien afronta una realidad compleja invirtiendo una gran cuota de angustia. Además, el paciente no será tratado como un objeto aislado de su entorno: es un sujeto social y un sujeto de la historia.
Para el psicoanalista, lo que expresa una persona con depresión o tristeza, angustia, enojo, con dificultades para dormir o comer, con insatisfacción en su trabajo, con poca satisfacción de su relación de pareja, que atraviesa una enfermedad o situación crítica, tiene una causa inteligible. Por esto, en la búsqueda de alivio y curación, la palabra del paciente es importante, su saber es relevante, su creencia es significativa y sus reacciones no son carentes de sentido.